El arte y la literatura latinoamericana siempre se ha ocupado y nutrido de los procesos migratorios, y sigue haciéndolo, pero en el camino el tema ha tenido articulaciones y sujetos muy diversos. La representación del sujeto en viaje, atravesando fronteras y estableciendo relaciones entre territorios es un elemento imprescindible a cualquier lectura histórica de la autorepresentación latinoamericana. Aquí algunas notas sobre formas de representación del otro en torno a los procesos de migración en el sur de Sudamérica hispanohablante.
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La relación entre la articulación del otro y la construcción de la propia identidad en sudamérica es de gran importancia, especialmente al considerarlo a la luz del avance de la modernidad, por ejemplo en la etapa de consolidación de las identidades nacionales y latinoamericanas. Las narrativas de exploradores performaron entonces las miradas de quienes han dejado su tierra natal para aventurarse en lo desconocido y anexarlo, a través del poder institucional investido sobre ellos por regímenes verticalizados y metonímicos, a los territorios de lo ya conocido (y controlado) por quienes representa, sea un imperio, un Estado-nación u otras formas seculares de ello. La lógica de la tabula rasa se transforma bajo esta mirada colonialista en paradigma, excluyendo y reprimiendo cualquier tipo de autorepresentación de los subyugados. Ya desde los períodos coloniales y de independencias encontramos representaciones de la otredad de connotación abiertamente explotadora y abusiva. El Requerimiento, por ejemplo, que a pesar de ser escrito para leerse frente a los futuros nativos subyugados estaba más dirigido a los propios invasores y su complejo de superioridad, como denunció el Inca Garcilaso en sus cartas al rey. O las epopeyas de la conquista de la pampa argentina, moderna y perversamente articulada como espacio vacío, justificando genocidios, desplazamientos forzados y precarización de la vida por tratarse de un territorio “periférico”, como lo documenta la novela de Perla Suez, El país del diablo. El avance de ciertos proyectos de soberanía por sobre otros, en este caso los procesos de colonización, requieren la producción de discursos hegemónicos que naturalicen el mirar hacia un centro, hacia la metrópoli, y obscurecer discursos divergentes o alternativos.
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El siglo XX en el Sur comienza, por ejemplo, con las poéticas cosmopolitas y universalistas de Vicente Huidobro o de Borges, enfiladas siempre hacia el norte y marcadas por el elitismo. Las identidades hegemónicas del Boom latinoamericano (Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez), más tarde, se construyen sobre todo con vistas a los nuevos canales transnacionales, construyendo una identidad fácilmente traducible y aumentando la visibilidad del territorio en el panorama global, con resultado de un aumento de las ventas de literatura, turismo e inversión en la zona, algo similar a los objetivos de las Ferias Mundiales criticadas por Dostoievski a mediados del XIX. La llamada “latinoamericanidad” se ha construido, en efecto, con un importante enfoque neocolonial, con un ojo hacia el norte, ya sea en busca de afirmación o de emancipación. De todas maneras, en paralelo encontramos siempre escrituras contrahegemónicas, como las cartografías inmanentistas de Mistral en el Mapa de Chile, el localismo de Rubén Darío y Carlos Pezoa Véliz o, posteriormente, el discurso emancipatorio de Alejo Carpentier en Los pasos perdidos. De todas maneras, no es ningún misterio su dificultad para circular e instalarse en la discusión pública. La tensión entre los discursos hegemónicos neocoloniales y sus disidentes y detractores en la presencia (o viabilidad) de sus respectivas obras en el mercado de la literatura fue y sigue siendo transversal en la región.
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La inmigración desde el norte ha sido reproducida y representada regularmente. Podemos encontrar narraciones sobre inmigración transoceánica de italianos (María Teresa Andrueto), de irlandeses (J. J. Delaney), alemanes (Abel Posse), armenios (Eduardo Bedrossian), polacos (Ricardo Piglia sobre W. Gombrowicz). Resulta interesante la proliferación de narraciones de los orígenes familiares con trasfondo inmigrante. Rodrigo Cánovas observa que en la narrativa reciente sobre inmigración judía y árabe en Chile el árbol genealógico es la forma más habitualmente utilizada. Esto cobra sentido a la luz de lo postulado por Patricia Espinosa en torno a la literatura chilena tras la “transición a la democracia”, donde con motivo de una instalación del modelo neoliberal hasta en las esferas más profundas de la sociedad se instala una gran tendencia hacia una escritura que de tanto desconfiar en la política y todo lo que sonara a autoritario, tras tanto preguntarse por los límites del lenguaje acaba volviéndose ensimismada.
A partir de los noventa, el establecimiento de la auto-ficción y la autobiografía como género refuerzan esa dirección. La literatura de los noventa omitió efectivamente la cuestión del enfrentamiento social y cultural, muchas veces de manera manifiesta por parte de los autores autoproclamados “apolíticos”. Ese ensimismamiento, según observan críticos como Patricia Espinosa , borra todo lo que no es el uno-mismo, en una crisis del sujeto sin épicas ni compromiso ni problemáticas sociales, donde desaparece todo lo que está más allá de sus ventanas, desde el paisaje hasta la gente, y donde a lo más se presenta alguna crisis familiar o de salud. El yo se obsesiona con la idea de ser visto, pues la visibilidad se ha vuelto condición de su existencia. Sin embargo, sería también una literatura de fácil acceso, en un español estándar y dispuesto a la traducción, abriéndose paso en el mercado. En la literatura del cono sur de los noventa se establecen estéticas más enfocadas en lo inmediato y donde “nuestras personalidades y vidas (no tan) privadas [deben ser transformadas] en realidades ficcionalizadas con recursos mediáticos”, según observa Paula Sibilia en La intimidad como espectáculo.
Hay quienes, por supuesto, observaron esa tendencia con ojos críticos y se alejan en diversas direcciones. Es el anuncio o síntoma de lo que Espinosa denomina la “literatura que viene”, la que en Chile por ejemplo coincidiría con la crisis general que produjo el llamado Estallido Social, y donde tiene lugar una vuelta de lo colectivo y la posibilidad de proyectarse o aspirar a nuevas formas de comunidad. Las opiniones de la crítica con respecto a quién pertenece o no a esos nuevos aires, de todas maneras, se han vuelto cada vez más difusas y con razón.
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La crisis contemporánea de la representación abarca muchísimos campos. Desde los modelos de participación política a los de crecimiento económico y los sistemas de representación literaria, teatral o cinematográfica, la distancia entre lo uno-mismo y lo otro parece volverse infranqueable a medida que se acumulan entre ellos fronteras lingüísticas, socioeconómicas, policiales. Un sistema basado en la explotación requiere la representación del otro como ente pasivo, colonizable, consumible. No es de extrañar, entonces, que en su etapa tardía el capitalismo produzca niveles de ensimismamiento discursivo tanto en lo macro como en lo micro. Desde esa posición, establecer un discurso que trate la otredad sin dominarla, silenciarla y excluirla es un desafío fundamental y de gran urgencia, pero también un campo de muy esquiva definición. Y hay experimentos al respecto muy variados, tanto en disciplinas como en discurso y en forma. Los regímenes de representación en torno a los procesos de migración, estos experimentos resultan una importante forma de visibilización sobre los conflictos de negociación y forja de identidades. Sin embargo, la función otorgada al arte en la escena sudamericana reciente va más allá. No se limita a la denuncia ni se concentra tanto en la resolución de conflictos, sino que funciona muchas veces como espacio de productivo, usando los nodos de tensión política, social y cultural para explorar nuevas formas de comunicación, de encuentro, de posibles “mapas aspiracionales” (Appadurai) que rediseñen las nociones de ciudadanía, soberanía e identidad.
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La obra Trabajo sucio, basada en la crítica feroz que Jean Genet hace del colonialismo en su novela Los negros, es un buen ejemplo. Realizada por Nona Fernández y Marcos Guzmán, está ambientada en Santiago de Chile, con la clase plutocrática en el lugar de los explotadores europeos. Los empleados de limpieza de un centro comercial complotan para tomar venganza, infiltrando el hogar del dueño y secuestrando a la hija. La obra está llena de simulacros y desdibujamientos de lo real u oficial. Nunca sabemos, por ejemplo, si hemos presenciado o no la muerte de la chica, pero tampoco importa, pues no tienen lugar aquí las pretensiones testimoniales del realismo tradicional. No hay un intento de convencernos de que lo que vemos es la realidad, que tenemos frente a nosotros a los empleados mismos. Lo principal no es prestarles la voz a los oprimidos, pues ellos ya tienen la suya. Lo importante es la puesta en escena de una tensión social, una tensión establecida directamente sobre los cuerpos, provocando en los sujetos marginalizados la exacerbación de las opresiones socioeconómicas, culturales, lingüísticas, sexuales, de género, violencia racializada. Lo importante es tener el espacio para planear la toma de acción, para hablar de la opresión, para sobre todo vivir la confluencia entre ambos planos, aparentemente irreconciliables. En primer plano, entonces, estará lo que ocurre entre los mismos cuerpos en escena, es decir en el plano performativo y afectivo en lugar del mero contenido. Uno de los personajes, por ejemplo, es haitiano (representado por Steevens Benjamin — Perro bomba ). En cierto momento, su personaje se lanza a un discurso en creole. No hay subtítulos. Parte con calma, pero se enardece a medida que crece su desesperación. Cuando asistí a verla, nadie del público movía un pelo. No parece haber necesidad de traductores para entender ese tipo de desolación.
Las preguntas abiertas en este caso, sin embargo, son las siguientes. ¿Se reconoce la diferencia entre la lucha de los empleados santiaguinos e inmigrantes, la especificidad de la experiencia haitiana en el sur? Y también, ¿es coincidencia la igualación de la élite chilena con la clase colonizadora europea en el guión, no sólo en cuanto explotadores sino en cuanto a pretendida estirpe o identidad, racializada, sexualizada y espacializada?
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El relato-performance en tres episodios The end as interlude, de Jota Mombaça (Brasil), aborda la historia de tres activistas de género diverso con poderes sobrenaturales que combaten el cierre de las fronteras europeas a migrantes forzados y sujetos bajo situación legal irregular. La organización no ficticia FRONTEX (Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas, que para 2020 tuvo un presupuesto de 322 millones de euros) ha elevado la vigilancia y seguridad tanto en los bordes como al interior del espacio europeo, persiguiendo y abusando a personas sin ningún refugio ni apoyo fuera de quienes comparten su situación. Se reprimen los intentos por crear redes comunitarias y se persigue a los participantes y colaboradores, sean europeos o extranjeros. Los tres protagonistas, de diversos orígenes geopolíticos, edades e historias sostienen, trágicos, una lucha por las últimas esperanzas del cariño, del poder de resistir y aspirar a una vida otra.
Originalmente iba a ser presentada en HAU Hebbel, Berlin, pero dada la crisis del COVID-19 sólo se estrenó como texto. De todas maneras, los tintes de fantasía presentes en el relato tampoco pueden, como en el caso de Trabajo Sucio, tomarse como una pretensión de establecer un pacto de ficción. Jota Mombaça es artista de performance, y planeaba recitar el texto durante un acto. Y no tiene poderes sobrenaturales. Con ello la pregunta central por la viabilidad de la lucha y la resistencia queda en un segundo lugar. Ni siquiera es realmente la posibilidad de la victoria lo importante. La función del arte, en este caso también, no es levantar nuevamente las epopeyas utópicas, no es representar, imaginar o discutir un mundo nuevo —que de hecho se carga, casi trágicamente, de un tono fantástico, acabando en algo que oscila entre metáfora, sueño y un planeta extraño— sino posibilitar nuestra exposición a ser afectados por ello. En este sentido puede entenderse más bien como una herramienta para aumentar nuestro poder de afectar y ser afectados, de tocar el mundo y poder habitarlo.
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El caso de Washington Cucurto sobresale de la literatura de los noventa en varios aspectos. En primer lugar, se declara contra las élites y las corrientes que intentan pensar su ciudad, Buenos Aires, como una capital de herencia europea, a pesar de que un 60% de la migración en Latinoamérica sea migración intrarregional, Sur-Sur. En su lugar enfoca todo lo que para Borges et al. era “la vocinglera energía del centro” y “la universal chusma dolorosa de los puertos” (citado por Molloy en Las letras de Borges). Es una celebración del mestizaje desde abajo abordado desde la pasión por el exceso y las pasiones bruscas; ha sido en efecto leído en paralelo al neobarroco de C. Aira, O. Lamborghini y N. Perlongher. Quienes circulan por los barrios de Cucurto han nacido lejos, pero en su constante roce y aceleraciones producen un crisol exhaltado y abultado, estableciendo una imposible panamericanidad donde, en sus palabras, “todos somos negros” y las formas puras han caído en el olvido.
Tan en el olvido han caído, que la única frontera realmente presente es la más elusiva: el idioma, los distintos acentos, el vocabulario y el ritmo. S. Deymonnaz ha sugerido un paralelo con el pensamiento nacionalizado de Borges, haciendo la salvedad de que aquí se trata de una identidad nacional, argentina o quizás porteña. No comparto esa observación. La Buenos Aires de Cucurto tiene más bien una anti identidad, un timbre no reducible a términos trascendentales e inmóviles. No caben en instituciones, territorios ni emblemas, sino que debe ser performada, encarnada, y por ende es siempre cambiante y relativa. Cucurto mismo, por ejemplo, no tiene orígenes definidos. A veces declara haber nacido en las lejanas tierras dominicanas, a veces en Quilmes. Habla una mezcla de Guaraní, porteño y cumbia, en un colorido delirio de aliteraciones con efectos hipnóticos y revulsivos. Deymonnaz ha observado que el deambular de Cucurto, a diferencia del flaneur baudeleriano, no es pausado y sin objeto, sino siempre acelerado. Cuando el dinero es escaso, más lo es el tiempo: siempre hay que salir corriendo, ya sea para huir, trabajar, bailar o follar. Esos escapes se celebran aquí con una excitación casi suicida. Macho declarado y espíritu voluble, deja cada día su puesto como reponedor en un supermercado Carrefour del barrio acomodado para adentrarse en la noche y la bailanta en busca de mujeres de clase media o baja, sexualizadas y racializadas, las cuales no siempre consigue conquistar y cuya alternativa no corresponde a género, edad o procedencia. Y, sin embargo, ese discurso no pareciera ser sino un mero atuendo. La cumbia es intensa pero también irrelevante, intercambiable, y sobre todo rítmica, corporal, afectiva, un medium para esa energía neocolonial reprimida que como en toda revolución es liberada con violencia por la muchedumbre. Ese reflujo del inconsciente colectivo se vuelve rápidamente incontenible, contaminante, vertiginoso, hasta el carnaval, hasta la disolución de toda moral y frontera. Es prácticamente un terrorista (“Pulgas y cucarachas”, en El rey de la cumbia contra los fucking Estados Unidos de América), disolviendo en puro ritmo vocalizado hasta la posibilidad misma del idioma, lo individual y el discurso.
En ese sentido, es fácil pensarlo en la vertiente de los libros de Jean Genet (Diario del ladrón) o de George Bataille (Historia del ojo), pero también en la línea de la post-comedia, cuyo efecto se acerca más al silencio incómodo y el sudor frío que a la simpatía o la compasión, según ha observado María Celeste Aichino en un paralelo a la serie The office. En efecto, todo lo provocativo y polémico de Washington Cucurto (lo cual por cierto le otorgó precisamente su espacio en el campo y el mercado literario noventero, según comenta Marina Yuszczuk), aunque pareciera escapársele de las manos, queda en segundo plano. Lo principal en cambio serían el efecto de extrañamiento y la pasión por lo excesivo y desbordante, cuya confluencia ha bautizado Cucurto como “realismo atolondrado” y es inseparable de las tensiones entre inmigración, identidades y territorio en la Buenos Aires contemporánea.
La manera de habitar y refundar una ciudad desde el mestizaje más profundo, desde la pasión por lo latinoamericano pero también desde la crudeza de estilo y la precariedad como paradigma hacen de las novelas, relatos y poemas de Cucurto una experiencia difícil de prescindir en este momento. Es necesario de todas maneras tomar perspectiva, pues como sugiere Yuszczuk, no podemos ya establecer un juicio claro respecto a si se trata de literatura “en serio” o por conveniencia, por los otros o por sí mismo, pues según declara el propio Cucurto, su escritura responde tanto a su experiencia personal como a su voluntad de juego y la de hacerse algunos pesos. No se le puede creer todo, pero tampoco podemos no creerle nada.