„Posconflicto“ y narrativas del terror en el Pacífico colombiano

Por: Felipe Fernández (PhD Candidate – IRTG „Temporalities of Future in Latin America“)

Buenaventura, Colombia, febrero de 2020, © Felipe Fernández

En 2013, el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) publicó un estudio titulado Buenaventura. Un puerto sin comunidad. Lo leí por primera vez en 2015, mientras escribía mi tesis de maestría sobre la presencia (también violenta) del estado colombiano en esta región del país. Unos meses antes, había permanecido por varias semanas en un pequeño pueblo, a las orillas de un río, a pocos kilómetros del casco urbano del municipio de Buenaventura. En este pueblo, que mantendré anónimo (pero que hubiera podido ser cualquier otro, teniendo en cuenta esa macabra simetría entre los ríos y el terror) tuvieron lugar, a principios de los años 2000, dos masacres perpetradas por el terrorífico híbrido (para)estatal de las Fuerzas Militares y las Autodefensas Unidas de Colombia. De vuelta en Berlín, y con un pequeño archivo de mi material empírico – un diario de campo, entrevistas y algunas fotografías – me dediqué a buscar en esta publicación del CNMH, así como en algunos periódicos, la historia (o las historias), el contexto, y el sentido mismo de las masacres. Logré reconstruir parte de los hechos; logré identificar a los actores y conocer sus trayectorias, los motivos, y llegué a descubrir una minuciosa cronología de las masacres que un jefe paramilitar reveló durante una audiencia judicial. Nada de esto se contradecía con mi material empírico. Y podría asegurar que lo complementaba. Me sentía entonces en la capacidad de escribir un capítulo completo de mi tesis (un poco más de treinta páginas) sobre algo que denominé la necropolítica del Estado en Colombia (Mbembe 2019). Y así lo hice. Para este, mi estudio de caso, creí haber logrado desenmarañar un fenómeno recurrente, omnipresente y oblicuo en la historia de Colombia: el conflicto armado.

A Buenaventura regresé en 2018. Ya no a un pueblo a las orillas de un río, sino a su casco urbano. Una ciudad hostil, impregnada por el olor y el color de la pobreza, un endeble enclave urbano en la vasta y biodiversa región del Pacífico, un lugar sin magia y sin ríos, un lugar, podría decir, poco antropológico. Esta vez llevaría a cabo una investigación sobre la muy precaria infraestructura urbana para la provisión de agua. Entre oficinas gubernamentales, barrios marginales y restaurantes de la ciudad, estuve entrevistando y hablando con políticos locales, ingenieros y gente del común. Era una observación densa, de una simultaneidad urbana de olores, sonidos, voces, formas y noticias. También de algunos rumores, pero casi de un solo color: el gris continuo. Vivía en un barrio pobre a donde llegué por coincidencia. En medio de toda esa urbe que se me hacía incontenible, Gamboa era mi fieldsite. Allí, entablé una amistad con la dueña de la ferretería y sus ayudantes – la ferretería era un lugar muy interesante para mi investigación. Mi propósito era investigar sobre las reparaciones improvisadas al sistema de acueducto, sobre las conexiones “ilegales”, la (ir)regularidad y el cobro del servicio de agua. Estos eran (o son) temas que preocupaban a los habitantes de la ciudad, temas de los que se escuchaba también en la radio, o se leía en los periódicos. La antropología norteamericana lo denomina el Hydraulich Publics (Anand 2017). Y ahí estaba.

Pero siempre hay otras historias que contar, y otras historias que escuchar. Y en Buenaventura hablan con frecuencia de robos, asesinatos, extorsiones, desapariciones, y fosas comunes. Un repertorio similar al que me había encontrado hace algunos años, en Berlín, leyendo el estudio sobre Buenaventura del CNMH. En su intento por dotar de sentido a la violencia en este municipio, el CNMH hace un recuento y una anatomía de los actores y sus intereses, basado en “testimonios de la comunidad”, investigaciones sociales alrededor de la violencia y fuentes oficiales del aparato jurídico. Es quizá el deseo mismo de una sociedad del posconflicto por forjar la subjetividad de las víctimas, performatizar (y hacer públicos) los juicios de los victimarios – que pareciesen ser una suerte de aliados en un trabajo de reconciliación – y cimentar la tríada de la verdad, justicia y reparación. La constitución de sociedades del posconflicto parece responder a diseños globales de gobernanza que se reciclan y actualizan en cada experiencia: Argentina, Chile, Sudáfrica, Ruanda, Colombia. Es una agenda en la que inciden diversas organizaciones supranacionales como la ONU o las cortes internacionales, y también algunos países del Norte. De ahí vienen las diferentes instituciones y museos para la memoria, las experiencias de legislaciones especiales para la paz, las ayudas económicas. Es un toolkit tecnocrático para aquello que se desea como una transición: de la guerra, a la paz. Ahí entra la forma de narrar la violencia en Buenaventura por parte del CNHM, que es una institución insignia de la maquinaria del posconflicto.

Cuando la dueña de la ferretería me contó un día que a Jeremías el cerrajero lo habían desmembrado “aquí nomás” porque se había metido a una fiesta del “duro”, y que la cosa se empezaba a poner “pesada” porque las “pinticas” andaban ya “alborotadas”, no tenía yo acceso al estudio del CNMH. En este, habría indagado un poco más sobre los actores para identificarlos, sobre el “duro”, que según me dijeron no vive en Buenaventura, sino “por fuera”, pero que organiza fiestas allí. ¿A qué grupo armado ilegal pertenece? ¿Qué intereses representa? Dicen también que algunos jóvenes “pintica” (el termino denomina a algunos pequeños criminales de los barrios marginales de la ciudad) actúan de forma independiente, evocando a un jefe ausente que en realidad no existe y en el nombre del cual delinquen. Hasta ahí, como con mi investigación de maestría, habría pensado que escribir sobre la violencia sería quizá lograr combinar este lenguaje y estas versiones “de abajo”, con los contornos que logra trazar un estudio como aquel del CNMH.

Un día me levanté y el barrio estaba militarizado. Soldados de la Armada Nacional habrían llegado en busca de algunos “delincuentes”, según me contaron. Yo estaba experimentando por primera vez de cerca, con temor y algo de fascinación, esa violencia sobre la que tanto había leído, y de la que tantas historias había escuchado. Sentí allí como ajeno el intento de comprender la violencia como respuesta a una alianza de intereses criminales, a la desigualdad social y racial, o un carácter innato del estado moderno – la necropolítica y el monopolio de la violencia. Tuve una sensación casi corpórea de la violencia como un fenómeno imbuido de confusiones, irracionalidades, transgresiones, rumores, coyunturas abiertas, dolor, erotismo y terror.[i] Una matriz de afectos, algo con menos forma, menos inteligible para los diseños de la gobernanza y el lenguaje de las ciencias políticas. Mientras los soldados rodeaban la ferretería, no me preocupaba ya el batallón al que pertenecían; me llamaban la atención su acento de la costa norte colombiana, las cosas que comían, los chistes que contaban. Esto escribí en mi diario de campo: “Los soldados se reían y hacían chistes. Yo veía ese entorno pobre del barrio, de casas incompletas y materiales desperdigados por el suelo, que tanto contrasta con la presencia de uniformes pulcros y especiales de los hombres del Estado con sus armas. Los militares detenían a algunos mototaxis y los requisaban. Todos eran (o éramos) sospechosos. Por momentos, los soldados se formaban en un círculo y hacían chistes comiendo papitas de paquete que compraban en la tienda. Yo los observaba. Después de algunas horas, salieron a patrullar en busca de sus delincuentes. Se fueron todos en una camioneta de platón, sentados en una banca. Más tarde regresaron. De pronto, unos hombres vestidos de civil llegaron en una camioneta Toyota Prado y conversaron con los soldados – según uno de mis amigos allí, estos eran hombres de la inteligencia (yo sentí aún más miedo por la sorpresiva presencia de estas personas). Más tarde, los militares salieron nuevamente en busca de los criminales. Después alguien dijo haber escuchado disparos. Todos miraban hacia las casas del barrio que se desprenden en filas uniformes y se pueden divisar desde la ferretería, ubicada sobre una pequeña colina. Una mujer dijo que un ‘bandido’ se estaba escondiendo en su casa. Después alguien dijo que había cinco de ellos escondidos en una casa y que los militares se referían a ellos como cucarachas.”

Los diferentes registros en los que se pretende dotar de sentido a los fenómenos de violencia no pueden detenerse en la lógica que proveen los lenguajes institucionales para el reconocimiento de actores y racionalidades, de estructuras, intereses y estáticos contornos. También deben viajar por el lenguaje visceral de “la calle”, comprender los espacios de confusión y banalidad, indagar en las grietas temporales de lo imprevisible, los secretos y abismos que se abren en el momento justo en que irrumpe la violencia, cuando al barrio llegan algunos hombres armados. La etnografía del terror es un punto de entrada a estos registros.


[i] Un ejemplo emblemático de estas formas de estudiar la violencia es la etnografía de Michael Taussig Law in Lawless Land. Diary of Limpieza in Colombia, donde este cuenta, de primera mano, y como testigo, la cotidianidad de la violencia en un pueblo al suroccidente del país.

Bibliografía

Anand, Akhil: Hydraulic City: Water and the Infrastructures of Citizenship in Mumbai.  Durham: Duke University Press, 2017.

Mbembe, Achille: Necropolitics. Durham: Duke University Press, 2019.

Taussig, Michael: Law in Lawless Land. Diary of Limpieza in Colombia. Chicago: Chicago University Press, 2003.