Los desplazados de la palma

Por: Juan Carlos Zevallos Diaz (Masterstudiengang Interdisziplinäre Lateinamerikastudien)

El conflicto armado colombiano es en buena medida, y desde sus orígenes, una disputa por la tierra, que en sus 50 años de duración ha generado 7.200.000 desplazados, la cifra más alta a nivel mundial (IDMC 2007). La concentración de la tierra es un grave problema: el coeficiente Gini es de 0.89,6% (El Tiempo 2006), uno de los más altos en la región más desigual del planeta en términos de distribución de la tierra (FAO 2007). En la última década, la concentración se ha agudizado en las regiones donde existen proyectos extractivos y agroindustriales, que son, a su vez, las más afectadas por el fenómeno de desplazamiento (Baumeister et al. 2018). Tal es el caso del Bajo Atrato (departamento del Chocó), donde además la guerra ha servido como una excusa para camuflar estrategias de expansión de las empresas productoras de aceite de palma, afectando a comunidades afrodescendientes, mestizas y nativas. En este blog haré un recuento de la relación entre los grupos paramilitares, la industria de la palma y los desplazamientos, para luego centrarme en el retorno de los desplazados.

El Bajo Atrato y el conflicto

La región del Bajo Atrato tiene una larga historia de acaparamiento y extractivismo que incluye minería colonial esclavista entre los siglos XVI y XVIII, y madera, caucho y caña (entre otros) entre finales del siglo XIX y comienzos del XX (Baquero 2014, 443 citando a Leal 2008). En 1960 se establecieron las bananeras del Urabá, donde el conflicto entre jornaleros y hacendados derivó en la formación de los primeros grupos armados de la zona (El Espectador 2016).

El interés en el Bajo Atrato recae en su posición estratégica: su cercanía al Pacífico y al Caribe. Esto genera disputas por el control del tráfico de armas y estupefacientes, así como sobre sus rutas de comercialización. Los traficantes buscan el dominio del corredor Mutatá-Dadeiba y el municipio de Juradó mediante el control de los ríos Jiguamiandó y Salaquí, dejando a las poblaciones de esas cuencas en una situación muy vulnerable (Defensoría del pueblo 2002). En la zona también hicieron presencia grupos guerrilleros (Backhouse et al. 2013: 15). A principios de la década de 1990, sus extorsiones y secuestros a terratenientes eran respondidos con asesinatos selectivos a líderes locales, y a la organización de lo que se conocería como las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU). La etapa más sangrienta del conflicto en la región se inaugura con las operaciones Septiembre Negro en 1996 y Génesis, en febrero de 1997. Esta última fue un trabajo colaborativo entre los paramilitares y el ejército colombiano, que incluyó bombardeos aéreos e incursiones terrestres. Las operaciones contrainsurgentes ocasionaron el desplazamiento de más de 6.500 campesinos. Sumada a la operación Septiembre Negro, los desplazados ascendieron a más de 10.000 campesinos (Baquero 2014: 445), en su mayoría provenientes de las cuencas de los rios Cacarica, el Salaquí, Truandó, Jiguamiandó, Curbarbadó y Domingodó, quienes terminaron en las ciudades de Turbo, Chingorodó y Medellín (El Espectador 2016; Backhouse et al. 2013: 15); una proporción importante de sus tierras quedó bajo el control de los paramilitares.

Palma aceitera en el Bajo Atrato

Entre finales de la década de 1990 e inicios de la década del 2000 ocurre un proceso de acaparamiento de tierras provocada por una alianza entre paramilitares, empresarios y élites políticas regionales y militares para expandir agronegocios, ganadería y cultivos ilícitos (Baquero 2014: 445).

Uno de los casos más conocidos es el del clan Castaño Gil. Los hermanos Castaño Gil, fundadores de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, asesinaron y desaparecieron campesinos, acusándolos de ser miembros de las FARC. Este clima de terror produjo un éxodo de campesinos y dio lugar para el despojo masivo de sus tierras. Una de las operaciones de despojo mejor documentada a la fecha fue realizada a través de Sor Teresa Gómez, cuñada y testaferra de los hermanos Castaño, a quienes les facilitó la compra de 6.000 hectáreas de terrenos de la región de Las Tulapas a precios muy bajos, perjudicando a los campesinos mestizos y afrodescendientes de la zona (El Espectador 2016). Esta compra se hizo mediante el Fondo Ganadero de Córdoba, bajo control del mismo clan, dándole una apariencia de legalidad a la transacción, cuando en realidad las ventas se realizaban bajo amenazas a los campesinos. Gómez fue condenada en octubre de 2015, además, por el homicidio de Yolanda Izquierdo, una reconocida lideresa campesina, reclamante de tierras (El Espectador 2017). Las redes del clan Castaño habrían creado nexos con altos miembros de la policía, entre otros al comandante Rodolfo Palomino, quien llegaría a ascender hasta convertirse en el director general de la Policía Nacional de Colombia entre 2013 y 2016, y quien tras su renuncia por diversos escándalos fue acusado en mayo de 2017 de impedir la captura de varios directivos del Fondo Ganadero de Córdoba (El Espectador 2017).

Entre los años 2000 y 2008 en Curbaradó y Jiguamiandó se cultivaron más de 22.000 mil hectáreas de palma, mediante una iniciativa agroindustrial en cuya junta directiva aparecían varios líderes paramilitares (Baquero 2014: 445). Una de estas empresas es Urapalma, del empresario Antonio Zúñiga, quien fue condenado por parte del tribunal superior de Medellín en junio de 2017 por desplazamiento forzado, concierto para delinquir e invasión de tierras (El Espectador 2017). De acuerdo con la sentencia contra Zúñiga, la operación Génesis abrió el espacio para el ingreso de paramilitares y diversas empresas palmeras, entre ellas Urapalma. Zúñiga se asoció con el clan Castaño Gil, quienes le garantizaban protección y la legalización irregular de los predios invadidos, de parte de Sor Teresa Gomez (El Espectador 2017). Zúñiga es una de las 90 personas procesadas por los desplazamientos sufridos por más de 5.000 habitantes de Curbaradó y Juguamiandó entre 1996 y 2004. Otros denunciados son funcionarios de empresas palmicultoras como la propia Urapalma, Palmas de Curvaradó, Palmura, Palmas de Bajirá, Inversiones Agropalma & Cía. y Palmadó Ltda.

La cantidad de denuncias sugiere que se trató de un modus operandi sistematizado y hasta normalizado en la zona; es decir, el Estado no tenía capacidad o voluntad de control y, además, el sistema de justicia estaba suspendido o le era inaccesible a las víctimas. En suma, la violencia le es funcional al negocio de la palma de aceite e incluso, como argumenta Escobar (2008), la violencia sería el motivo por el cual Colombia tiene volúmenes de producción tan altos en comparación al promedio latinoamericano.

Sin embargo, la expansión de la palma se detuvo por una enfermedad que provocaba la pudrición de los cogollos. A ello se suma la resistencia local de los desplazados que retornaron a sus tierras. La palma fue reemplazada en algunos puntos por ganadería y monocultivos de yuca y plátano (INCODER 2005, Citado por Baquero 2014). Sin embargo, persisten proyectos para sembrar palma, aún con el uso de violencia, lo que se refleja en las cifras recientes de asesinatos de líderes reclamantes de tierras.

 

El retorno

En muchos casos, los desplazados que deciden retornar encuentran sus tierras ocupadas. Ni el proceso de desmovilización de los paramilitares ni la implementación del Acuerdo de Paz con las FARC está garantizándoles que las tierras les sean devueltas, pues se apela a la buena fe del comprador y a su desconocimiento sobre los despojos. Es por ello que los campesinos y comunidades se han visto obligados a conformarse con recuperar solo parte de sus tierras. En el caso de Pedeguita Mancilla, solo 13% del territorio es usado por las comunidades, frente al 58%, ocupado por empresarios. Del mismo modo, en Playa Roja, Santa María y La Larga-Tumaradó, los nuevos poseedores se dedican a la ganadería, que contamina fuentes de agua y contribuye a la deforestación, con lo que imposibilita la pesca artesanal, la caza, la agricultura y el uso de madera. Es decir, inviabiliza las actividades económicas de las que dependían las comunidades de las zonas veredales del Bajo Atrato (Defensoría del Pueblo 2002). Los casos de Larga-Tumaradó y Pedeguita-Mancilla llaman la atención porque legalmente la tierra le pertenece a la comunidad, pero son los ganaderos, palmeros, y otros empresarios quienes poseen la tierra de facto, mediante compra ilegal, ocupación o arriendos fraudulentos (El Espectador 2016).

En el caso del Consejo Comunitario del Rio Cacarica en el Bajo Atrato, quienes permanecieron 5 años viviendo en el Coliseo de Turbo, algunos decidieron retornar, pero encontraron diversas alteraciones en sus terrenos. No todos han sido beneficiados por viviendas sociales, y pocos tienen empleos fijos o cuentan con servicios de salud. El desplazamiento ha significado la ruptura de sus redes familiares y sociales. La mayoría de las familias que han regresado a Cacarica sufren de hostigamientos, amenazas, agresiones, especialmente de parte de los paramilitares. Desde que inició el retorno en 2000, las comunidades del Bajo Atrato han sufrido diversos obstáculos, como la interrupción del tránsito de alimentos desde Turbo, la ruptura de los circuitos de comercialización, el cierre de escuelas rurales y el aislamiento forzado por obra de los actores armados (Defensoría del Pueblo 2002: 12).

El retorno de los desplazados tiene, además, otro tema pendiente: la protección de los líderes reclamantes de tierras, como el caso de Hernán Bedoya, del caserío de Playa Roja, asesinado en diciembre de 2017 (El Espectador 2017).

A pesar de la promulgación de varias leyes y de los programas de restitución de tierras, distintas voces coinciden en que al gobierno le hace falta voluntad política tanto para fortalecer la institucionalidad agraria, como para planificar el desarrollo rural con un enfoque territorial, compromiso adquirido en el Acuero de Paz con las FARC. En el primer caso, carece de presupuesto y en el segundo se habría planificado solo para zonas ocupadas por las FARC, dificultando por ejemplo las iniciativas de formulación del PRIDET en otras regiones (Semana rural 2018). Ya antes del proceso de paz con las FARC, Dammert (2014) alertaba que Colombia no estaba realmente preparada para un escenario de posconflicto en temas de desarrollo rural ni de conservación de bosques. Mientras sea tan débil la voluntad política para implementar efectivamente las escasas medidas del Acuerdo que contribuyen a la democratización del acceso a la tierra y la devolución de las tierras despojadas, el país enfrentará serias dificultades para lograr en un plazo razonable el tan anhelado objetivo de la paz.