Autor: Manuel Góngora Mera Post-doctoral Lecturer LAI/FU Berlin
Tras un año de haberse firmado el acuerdo de paz con las FARC, el grado de implementación es precario. Los avances se han producido ante todo respecto de puntos que concernían a las FARC (como el proceso de desmovilización y entrega de armas) o a las Naciones Unidas (verificar la entrega de armas y destruir el material de guerra). El Estado básicamente ha cumplido con la reforma constitucional que blinda el acuerdo y con la reincorporación política de las FARC (convertida desde agosto 2017 en el partido “Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común”), pero la agenda legislativa que debía producir sendas normativas para la implementación de los acuerdos parciales ha sufrido serios retrasos que no solo se pueden atribuir a la férrea oposición del partido uribista (Centro Democrático) y a la ruptura de Cambio Radical con la coalición de gobierno (Unidad Nacional). Según el IV informe del Observatorio de Implementación del Acuerdo, solo se ha avanzado en un 18% de implementación normativa. Dos puntos cruciales del acuerdo, que tienen que hacerse efectivos precisamente en áreas rurales donde el conflicto ha sido persistente e intenso, son los que presentan menos avances: el punto 1 del acuerdo sobre desarrollo agrario integral y el punto 2 sobre soluciones al problema de las drogas ilícitas. Siendo ambos temas parte nuclear de la violencia organizada en muchas regiones, es difícil hablar en ellas de “post-conflicto” (como suele hacerlo el gobierno) y por eso diversos actores locales prefieren usar la expresión “post-acuerdo”, para subrayar que el conflicto continúa y que las comunidades rurales no están beneficiándose con el proceso de paz.
Al respecto se podrían distinguir dos situaciones: 1) algunas regiones que estaban bajo control indisputado de las FARC están experimentando una baja sustancial en las cifras de violencia tras el desarme de esa guerrilla; es el caso por ejemplo de algunas áreas de Arauca y del Meta; 2) regiones donde las FARC competían por el control territorial con otros actores armados ilegales (ELN, narcotraficantes, paramilitares, etc.) están viviendo una pugna entre estos actores (sumado a algunos grupos disidentes de las FARC) por el dominio militar; es el caso de diversas áreas del Chocó, Nariño (incluso cerca de las zonas de desmovilización, como Policarpa y Tumaco), y Caquetá. Esto se explica por el hecho de que el conflicto armado colombiano se caracteriza por tener un impacto muy diferenciado en términos de intensidad y afectación espacial (cf. Salas Salazar 2015) y que ha sido especialmente persistente en áreas periféricas aisladas, lo que lo hace menos visible (y menos urgente para las élites políticas en Bogotá). Las causas y dinámicas del conflicto han seguido patrones nacionales (como la concentración extrema de la tierra o la represión de la movilización popular) e internacionales (como la Guerra Fría, la guerra contra las drogas, o el extractivismo transnacional) pero en buena medida estos se reflejan localmente de manera muy heterogénea según sus historias y circunstancias concretas (v. gr. la historia de ciclos de despojo de tierras y desplazamiento forzado; la influencia de grupos narcotraficantes, el impacto de políticas antinarcóticos y la criminalización de los campesinos cultivadores de coca; las luchas por recursos naturales; las distintas combinaciones de actores armados; o las formas específicas de exclusión de las minorías étnicas y de persecución contra líderes sociales). Si además los cálculos de Daly (2012) son correctos, las regiones plagadas por legados de violencia organizada previa son seis veces más susceptibles de experimentar nuevos ciclos de violencia que aquellas donde no se consolidaron redes de acción violenta colectiva. Por eso la implementación del acuerdo requiere estrategias diferenciadas según la región de la que se habla.
La situación en el departamento de Nariño
Nariño pertenece a la región del Pacífico colombiano y comparte frontera con Ecuador. Esta posición geográfica hace al departamento un área estratégica para el contrabando de armas y de drogas (introducción de insumos y exportación de cocaína proveniente de Caquetá y Putumayo usando los innumerables ríos que desembocan en el Pacífico como corredores de transporte; el 80% de la coca que se produce en el país sale por Tumaco), así como para el cultivo de coca (actualmente unas 40 mil familias dependen del cultivo de coca; en 2015 era el departamento con la mayor concentración de cultivos de coca, equivalente al 31% de todo el país; solo en Tumaco se calculan unas 17 mil hectáreas de cultivos, por lo que hoy es considerada la capital de la coca).
Las FARC empezaron a hacer presencia desde la década de 1970, mientras que el frente suroccidental del ELN fue conformado en la década de 1980. En la década de 1990, con la declinación de la ruta Caribe del Cartel de Medellín para el tráfico de drogas hacia la costa este de Estados Unidos y el fortalecimiento de la ruta Pacífico del Cartel de Cali y el Cartel del Norte del Valle hacia la costa oeste de Estados Unidos, Nariño se convirtió en área de interés de los narcotraficantes, tanto para el cultivo de amapola y coca como para la exportación de drogas producidas en laboratorios del interior del país. A la llegada de los narcotraficantes se sumó la de los paramilitares desde 1999, lo que provocó una notoria intensificación de la violencia que convirtió al departamento en una de las áreas más afectadas por el conflicto armado hasta la desmovilización de los paramilitares en 2005 en Taminango. Pero la desmovilización no fue completa e incluso muchos paramilitares volvieron a tomar las armas poco después, generando nuevos grupos como las Autodefensas Campesinas de Nariño, o sumándose a las Águilas Negras y los Rastrojos (un grupo originalmente creado por el cartel del Norte del Valle, que intentó hasta 2012 tomarse el estratégico puerto de Tumaco pero que fracasó debido al predominio de milicianos de las FARC).
Con la negociación de paz con las FARC desde 2012 se han conformado también varios grupos disidentes de esa guerrilla; entre otros se pueden mencionar: 1) la Gente del Orden, un grupo de unos 100 milicianos de las FARC comandado por “Don Y” (un ex-miembro de los Rastrojos que aparentemente fue responsable de numerosos asesinatos en Tumaco desde mediados de 2016, y quien al parecer aspiraba a mantener el control de la salida de drogas en áreas cercanas al puerto, hasta que murió en un enfrentamiento con miembros de las FARC en noviembre de 2016); 2) las Nuevas Guerrillas Unidas del Pacífico (conformado después de la muerte de “Don Y” por algunos miembros de la Gente del Orden, operando en Tumaco y la frontera con Ecuador bajo el mando de alias “David”, al parecer en cooperación con el Cartel de Sinaloa); y 3) en Policarpa y el Bajo Patía han surgido pequeños grupos como “la banda de Vaca”, dirigida por un disidente miliciano con el alias de “Vaca” (quien fue asesinado en julio de 2017 al parecer por miembros de su propio grupo) y que aparentemente tuvo acceso a caletas de armas de las FARC antes de que la ONU pudiera destruirlas. Además del surgimiento de estas nuevas estructuras armadas promovidas por disidentes de las FARC, hay que agregar la continuidad de la presencia del ELN, la llegada del Clan del Golfo, y la operación de bandas narcotraficantes como “Los Cucarachos”. Entre todos estos grupos se disputan el control del departamento con mayor extensión de cultivos de coca del país.
Esto lleva a un segundo factor para entender la crisis actual del proceso de paz en el departamento: la falta de implementación del gobierno de las políticas de sustitución de cultivos acordadas con las FARC. Las estrategias aplicadas en Colombia para eliminar o reducir los cultivos ilícitos han sido muy diversas: 1) el Plan Nacional de Rehabilitación (1986-1990); 2) el Plan Nacional de Desarrollo Alternativo, PLANTE (1994-2002), enfocado en generar opciones productivas lícitas y rentables a campesinos e indígenas, pero que fracasó debido al control territorial de actores armados ilegales en las áreas de cultivo y a la falta de financiamiento del programa en el mediano y largo plazo, cf. Giraldo/Lozada 2008); 3) el Plan Colombia (2000-2006), enfocado en la erradicación aérea con glifosato y el equipamiento de batallones antinarcóticos, con financiamiento de Estados Unidos, que fracasó ya que, si bien logró destruir una significativa extensión de cultivos, tuvo un balloon effect (la presión sobre un territorio hizo que los productores simplemente trasladaran los cultivos hacia otras zonas; en el caso bajo estudio, del Putumayo a Nariño, lo que además supuso irradiar los impactos socioeconómicos del narcotráfico), sin mencionar los efectos negativos sobre la salud y el medio ambiente. En La Habana, el gobierno y las FARC acordaron que para solucionar el problema de las drogas ilícitas se debía dar prioridad a la concertación con los pequeños campesinos cocaleros y la negociación de planes de sustitución voluntaria, que debían incluir asistencia técnica, inversión en vías terciarias para mejorar la salida de los productos sustitutos, y ayudas financieras mensuales para hacer la transición a otros cultivos. En esta línea, desde mayo de 2017 se empezó a implementar el Programa Integral de Sustitución de Cultivos (PNIS). Tras diversos encuentros con las comunidades, se había logrado firmar unos 23 acuerdos colectivos para iniciar la sustitución, pero los desembolsos no se estaban produciendo. Paralelamente el gobierno colombiano se impuso como meta del 2017 sustituir 50 mil hectáreas de coca y erradicar forzadamente otras 50 mil hectáreas (de un total de 180 mil según cálculos del gobierno estadounidense o 146 mil según cifras colombianas), presionado por la administración de Trump a reducir sustancialmente los cultivos ilícitos ante la amenaza de una potencial descertificación en 2018. Bajo esa presión, el gobierno envió a Tumaco un contingente de unos 800 soldados que según la Vicepresidencia de la República hasta agosto de 2017 habían erradicado unas 8 mil hectáreas. En respuesta se han producido diversas movilizaciones, bloqueos, paros y protestas de cocaleros contra la erradicación (en parte, bajo amenazas de los narcos) y por el incumplimiento del gobierno en los programas de sustitución. El pasado jueves 5 de octubre, en medio de una protesta de cocaleros, se produjo una masacre de nueve campesinos en una zona rural de Tumaco, al parecer por responsabilidad de la Policía Antinarcóticos. La aplicación simultánea de dos estrategias completamente opuestas en la misma región es contraproducente: destruye la confianza hacia el gobierno (que es esencial para la negociación de la sustitución voluntaria) y le da argumentos a los grupos armados ilegales, quienes pueden presentarse como defensores de la población local en contra de la represión estatal. El gobierno ha dejado desprotegidos a los líderes sociales que defienden la sustitución voluntaria, lo que los ha puesto en riesgo frente a los narcotraficantes y grupos disidentes de las FARC que por obvias razones no quieren que la sustitución avance y por eso los tienen amenazados. Por ello tiene lógica la conclusión del reciente informe de INDEPAZ, que ha encontrado una correlación significativa entre asesinatos de líderes sociales y regiones de sustitución de cultivos.
Aplicar una estrategia de sustitución supone para el gobierno un cambio de orientación sustancial frente al problema de las drogas. Si hay un propósito honesto por hacer realidad el acuerdo de paz, es necesario buscar alternativas serias para los miles de campesinos que dependen de la coca, con una financiación fuerte y sostenida en el tiempo (el programa actual para Nariño cuenta con 300 mil millones de pesos -unos 85 millones de euros- pero requiere al menos un billón de pesos-unos 280 millones de euros). La coca es una planta cuyas hojas se pueden cultivar en un período mucho más corto (entre dos y seis meses, según las condiciones climáticas) que el de la mayoría de cultivos alternativos (v. gr. la primera cosecha de cacao toma tres años). Construir las vías terciarias y organizar las cadenas de comercialización de cultivos legales probablemente también tomará algo más de tres años. En ese lapso el Estado debería ofrecer un compás de espera consecuente con esas restricciones temporales y posponer o bajar la intensidad de las operaciones antinarcóticos de erradicación forzada contra campesinos, usando la fuerza pública más bien para combatir eficazmente a las bandas de narcotraficantes, proteger a la población civil y establecer cercos fronterizos que impidan el ingreso de armas e insumos para producir cocaína. De otro modo el gobierno del post-acuerdo podría desencadenar otro ciclo de violencia que reproducirá viejos conflictos con nuevos actores.