Los 23 primeros microrrelatos del libro, de temas bíblicos, son narraciones que se presentan como escritas ya: “dice un papel antiguo” (33), “un documento de aquel tiempo dice que” (39), “una noticia antigua dice” (28), “sabemos que el escritor antiguo decía así” (28), “Esto dice un papel, que hay escrito,” (34), “dicen unos papeles antiguos” (17). Pero en ellas se revela lo que las mujeres sienten. Por ejemplo, la soledad de las hijas de Lot, la alegría de Ruth y Noemí (27), la compasión por Zuleika (26), la piedad de una prostituta que acogió y ayudó a unos forarsteros en su casa “porque sí, por nada, porque estaban en peligro” (23). Las quejas de una mujer que le pide al rey justicia en un pleito que tenía con otra, porque ésta “le había propuesto a ella que guisaran a su hijo”, por el hambre que sufrían, y así lo habían hecho, pero “ahora, esa otra mujer se negaba a guisar a su propio hijo para comérselo también”: el silencio del rey y de la suplicante, su “llanto muy quedo, y el golpeteo de guijarro contra guijarro”. El sonido aquí es lacerante (52). Aparecen también un hombre silencioso y su mujer, su traslado a Beit-Lehém, el silencio, que lo impregna todo hasta que les nace el niño, al que tampoco se nombra, los rumores y alegría de las gentes en esa noche. Se presentan todas estas situaciones desde la perspectiva de personajes que revelan una verdad humana en la historia.
En el capítulo dedicado a los “Retratos de mujeres parleras y cuchicheadoras” destaca un relato titulado La ladrona (93) que está ambientado en la actualidad, pero actualiza el tema de la crucifixión presentándolo desde una perspectiva diferente e iluminadora. En él se cuenta que una viejecilla se lleva unos clavos de una ferretería, porque en casa se le ha caído el Cristo de la cruz que ella tiene sobre la cama. Es presentada en la acción de entrar en la ferretería y dirigirse directamente hacia donde están los botes con puntas. En su actuación se vislumbra cierta indecisión
“Tomó un momento un clavo de estos en su mano, pero lo devolvió en seguida al paquete, como si la quemase”.
El dependiente, inquieto, le pregunta qué desea, pero ella quiere mirar sola. Esta viejecilla busca clavos, los pone en la palma de su mano y exclama por primera vez: “¡No, no, no!” al presionar las puntas sobre la yema de los dedos. Luego se describe cómo actúa ella con estas puntas y lo que siente:
“Pasaba y volvía a pasar también las puntas entre el dedo pulgar y el índice, todo a lo largo de aquellas, se quedaba como ensimismada un momento y, luego, como si sintiese un escalofrío, repetía en voz alta: “¡No, no, no!”.
Esta es la segunda expresión de las negaciones. El dependiente le insta a tomar una decisión. Ni él ni el lector pueden intuir qué le ocurre a la vieja. Ella calla, pero de repente se le ilumina la cara, sonríe y sale de la tienda. Se dirige a una mercería donde compra una cinta blanca. En el bolso lleva tres puntas “que había robado en la ferretería, aunque sólo para probarlas en su casa y luego devolverlas”. En casa vuelve a exclamar por tercera vez “¡No, no, no!” cuando prueba a meter los clavos en los agujeritos de un cristo. En este momento se revela el misterio: ella no niega tres veces como lo hizo Pedro, pasaje que conocemos por la Biblia, ella niega porque se siente incapaz de volver a representar la crucifixión de Cristo. Lo que hace, llena de alegría, es rellenar con cera los agujeritos y sujetarlo con una cita blanca, de manera que
“aquel Cristo suyo no tendría las heridas de los pies y de las manos”.
El lector se sitúa con la protagonista en el momento de aquella muerte, entiende que la viejecita lo salve de su dolor y siente su compadecimiento.
En este mismo capítulo vuelven a aparecer los seres de desgracia. En El museo, una mujeruca de un pueblo reconoce una piedra expuesta en un museo y se alegra mucho de que el nombre de su pueblo aparezca ahí. Pero ella sabe por qué reluce realmente esa piedra que había pertenecido a un templo antiguo dedicado al emperador Augusto; reluce porque esa piedra había servido de cantón a la puerta de la casa de una vecina,
“y allí se había pasado y se pasaba las horas muertas la Loli, la pobre, que era idiota y estaba paralítica” y concluye “¡cuántas veces la pobre se habría ensuciado encima de aquel emperador o lo que fuere! ¿De qué, si no, iba a estar tan suave y reluciente aquella piedra?”.
Son mujeres que conocen el mundo, han visto cosas y ahora las dicen, o mantienen silencio.
En el silencio de la narración y en la huella que ésta deja en el lector se encuentra la verdad que se muestra a través de la actuación o el recuerdo de unos personajes olvidados, relegados, invisibles a los ojos de la sociedad moderna. Dicha verdad se ha expresado en una forma escueta, en apenas unas líneas, porque escribir es, para el autor, “desnudar y despojar al mundo de oropeles y relucencias”.
La estética narrativa de Jiménez Lozano, que busca lo verdadero, encuentra en sus microrrelatos la esencia del manantial de la memoria. Ésta pone en cuestión “nuestra existencia misma”, porque
“cierta literatura verdadera hace presente lo que cuenta, invade nuestros adentros, nos hace vivir otras vidas que no son las nuestras, y ya no somos los mismos ni podemos mirar el mundo del mismo modo.”
Advenimientos, p.138.
En los microrrelatos de Jiménez Lozano se muestra a través de lo concreto el mundo. El lector se pone en la situación de la narración en la que se adentra, le da sentido y si hay revelación ésta le afecta y lo transforma. La apariencia, la forma breve, es parte de la sustancia de la vida si se le sabe dar un significado: la superficie tiene un valor que viene dado por la palabra y revela lo invisible para la sociedad.
(Quinta y última parte del artículo publicado en la revista ÍNSULA, Revista de Letras y Ciencias Humanas, n° 741)
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