Transcribo aquí el texto que ha escrito Begoña recordando a don José. Fuimos juntas a Alcazarén a finales de febrero de 2019.
PARA DON JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO
Yo quería conocer a Don José (*). Quería conocerlo pero, más que todo, quería abrazarlo. La culpa la tuvo El Mudejarillo. Cuando acabé de leerlo estaba tan conmovida y emocionada, tan transpuesta, que no había palabras que pudieran expresar mi gratitud al autor y lo que me nacía era querer abrazarlo, si hubiera podido, ¡claro está!
Y cómo iba yo a imaginarme que los acontecimientos se concatenarían de tal forma que mi deseo se iba a cumplir unos meses después.
Fue María Jesús Beltrán, gran amiga suya, quien nos franqueó la puerta de su casa. Yo estaba algo nerviosa pero el paseo previo por el jardín, refugio del cuco y de todos los pajarillos a los que él ha regalado poemas tan bellos, ya funcionó como un bálsamo que logró serenarme. La puerta de la casa estaba abierta y Dora, su esposa, y D. José nos esperaban sonrientes y cercanos, como debían hacer con los numerosos visitantes que se acercaban a conversar con ellos.
Lo que pasó allí dentro lo tengo atesorado en mi memoria.
Los datos cobraban vida en su boca y casi se nos salían los ojos de las órbitas a fuerza de no querer perder ni una coma de su charla. Y es que con gran inocencia y pena nos decía que a él le había gustado mucho recorrer los pueblos y escuchar a las gentes; que era lo que más le gustaba, escuchar, y como más aprendía pero que, ahora, como estaba sordo, no le quedaba más remedio que acaparar un poco la conversación para enterarse de algo… Y, nosotras, encantadas, porque a eso habíamos venido, a escuchar lo que él nos tuviera que decir. Y hablamos y habló de un ciento de cosas durante casi cuatro horas que pasaron sin sentir.
Qué maravilloso su humor socarrón, la punta de brillo que asomaba en sus ojos de un azul acuoso cuando, tras haber lanzado una frase que nos dejaba atónitas, quedaba callado a la espera de nuestra reacción con cara de no haber roto un plato.
Tenía Don José algo de niño y mucho de sabio y de poeta. Pero, sobre todo, yo veo en él a un místico, pequeño, como el San Juan de la Cruz de su mudejarillo y como pequeño era su profeta Jonás. Don José aúna inteligencia y bondad a raudales, hondura y sencillez y un diestro manejo de la poda del lenguaje con la que desbroza y aclara hasta que no sobra nada, hasta que queda sólo la entraña, la esencia, la madre del cordero. Pero, además, eso que queda es de una belleza sublime, tierna y esencial que emana de lo sencillo, de lo pequeño, de las pequeñas gentes que son a la vez muy hondas, de lo de a ras de tierra que acaba ascendiendo con el pájaro y las ramas del árbol, mirando a lo alto, transcendidas a lo inefable y lo sublime.
Qué inmenso conocimiento atesoraba, lo opuesto a la vacía erudición, y qué alquimia la suya para mezclar los elementos y crear maravilla. Qué suerte que, al menos, nos haya dejado tanta obra y tan variada. Sus poemas como trinos de pájaros, los cuentos como granos de maíz o flores de aciano, las novelitas con personajes bíblicos (qué culmen de misticismo alcanza en el pasaje de Jonás siendo tragado por la ballena) y todos sus cuadernos que atesoran un sinfín de pensamientos, de reflexiones, de citas. Ojalá se reedite toda la obra que no se encuentra para no privar a nadie del placer de su lectura.
Tengo en mi mesa la Guía espiritual de Castilla y otros muchos volúmenes, algunos ya leídos y otros por leer. Y estos días pienso tanto en él, que se ahorró este horror que estamos viviendo, pero tengo una pena inmensa por no haberlo visto al menos una vez más. Siento cariño y veneración a partes iguales. Pero me queda el consuelo de su abrazo.
Y acabo aquí contando que, por fin, cuando nos despedimos en aquella primera visita lo abracé y lo abracé con todas mis fuerzas. Tanto que, pícaramente, me dijo algo así como: amiga, conténgase, que va a hacer usted que pierda el equilibrio y acabe en el suelo. Mientras sonreía como solo sonríen los ángeles…
Begoña Izquierdo Negredo
(*) Así le llama siempre María Jesús Beltrán y así le he llamado y le seguiré llamando, como a un maestro respetado y querido.
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